miércoles, 15 de junio de 2011

Homilía del Papa en la Misa de Pentecostés


El pasaje evangélico nos ofrece después una imagen maravillosa para aclarar la conexión entre Jesús, el Espíritu Santo y el Padre: el Espíritu Santo es representado como el soplo de Jesús resucitado (cfr Jn 20,22). El evangelista Juan retoma aquí una imagen del relato de la creación, allí donde se dice que Dios sopló en la nariz del hombre un aliento de vida (cfr Gen 2,7). El soplo de Dios es vida. Ahora, el Señor sopla en nuestra alma un nuevo aliento de vida, el Espíritu Santo, su más íntima esencia, y de este modo nos acoge en la familia de Dios. Con el Bautismo y la Confirmación se nos hace este don de modo específico, y con los sacramentos de la Eucaristía y de la Penitencia se repite continuamente: el Señor sopla en nuestra alma un aliento de vida. Todos los Sacramentos, cada uno a su propia manera, comunican al hombre la vida divina, gracias al Espíritu Santo que opera en ellos.



Finalmente, el Evangelio de hoy nos entrega esta bellísima expresión: “Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor” (Jn 20,20). Estas palabras son profundamente humanas. El Amigo perdido está presente de nuevo, y quien antes estaba turbado se alegra. Pero dicen mucho más. Porque el Amigo perdido no viene de un lugar cualquiera, sino de la noche de la muerte; ¡y la ha atravesado! No es uno cualquiera, sino que es el Amigo y al mismo tiempo Aquel que es la Verdad y que hace vivir a los hombres; y lo que da no es una alegría cualquiera, sino la propia alegría, don del Espíritu Santo. Sí, es hermoso vivir porque soy amado, y es la Verdad la que me ama. Se alegraron los discípulos, viendo al Señor. Hoy, en Pentecostés, esta expresión está destinada también a nosotros, porque en la fe podemos verle; en la fe Él viene entre nosotros, y también a nosotros nos enseña las manos y el costado, y nosotros nos alegramos. Por ello queremos rezar: ¡Señor, muéstrate! Haznos el don de tu presencia y tendremos el don más bello, tu alegría. Amén.






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